miércoles, 23 de diciembre de 2009

Maestros rurales, soldados de una guerra perdida. Mañana del día 3

Miércoles a la mañana
El sol en la cara, la boca pastosa, y brrr… brrr... ¡un mensaje de texto! Roque Rutz. Me esperaba en la estación y me llevaría a conocer a algunos de los maestros antes de que partieran hacia las escuelas.
Eran las 7 menos cuarto, y según los choferes, no faltaba mucho para llegar a Los Juríes. Al costado de la ruta se veían algunos charcos —durante la noche había llovido con intensidad—, y más allá el campo, amarronado, añorante de verde y ganado.
Un pequeño pueblo emergía en la distancia. Casas bajas, zanjas y terracota. Bicicletas, sombreros y tierra. Y en la estación, un joven de tez morena y prolijos rulos, me mostraba sus dientes blanquísimos en una sonrisa cálida y amistosa.
—¿Fernando?
—Roque, un gusto —dije y le extendí la mano.
Llevaba una camisa celeste que parecía recién planchada, jeans y zapatos negros.
—Bienvenido, a Los Juríes. Te invito a tomar un café.
Caminamos unos ciento cincuenta metros hasta una estación de servicio a la vera de la ruta. Me preguntó cómo había viajado y me dijo que estaba en plan de solucionarme el traslado hasta las escuelas. Que si no, de última, me podría tomar un remis en el pueblo, o pedirles en la municipalidad que me acercasen.
Una chica trapeando el piso, aire acondicionado. ‘Dos cortados, por favor’.
Le conté de nuevo a qué venía, por qué venía. Que buscaba retratar la importancia de los comedores en las escuelas, y el consecuente cambio de tareas que importaba para los maestros. Eso de que ‘los maestros dejaban de dar clases para cocinar o limpiar’, eso que me habían contado estando en Buenos Aires.
Lo confirmó, era así. Pero no era lo único. Pasaban muchas otras cosas. Y entre ellas, cierta aprensión hacia la prensa.
—No les digas a los maestros que venís del diario —dijo mientras le daba un sorbo al café—. Hablales de la maestría, de la Universidad di Tella… Es que tuvimos malas experiencias acá —y de repente me contaba su versión del caso CQC.
“Cuando me trasladaron de una escuela a otra, decidí llevarme la camioneta conmigo porque sería de mayor utilidad. La escuela no contaba con los fondos para mantenerla, y había quedado ahí, abandonada, sin uso. Por eso, la traje para Los Juríes: como casi todos los maestros que damos clases acá somos de Añatuya, usábamos la camioneta para viajar los 70 km que tenemos que hacer a diario para ir de un pueblo a otro. Y bueno, este maestro que quería llamar la atención, fue directamente a CQC e hizo la denuncia de que nos habíamos llevado la camioneta. Y después lo que debés haber leído en los diarios y la televisión: vino Malnatti, hubo escrache y una denuncia en la Justicia. Pero ya está. Es historia todo eso”.
No lo puedo negar: sonó convincente, sincero.
Me llevó hasta un paraje cercano, arbolado y fresco. Ahí, dentro de la camioneta que los había traído desde Añatuya, los maestros se refugiaban del calor.
—Buenas —dijo Roque—. Les presento: él es Fernando, un amigo de Buenos Aires. Está haciendo una maestría, y vino para hacer un trabajo sobre las escuelas rurales. Lo dejo con ustedes que les quiere hacer unas preguntas… Ahora vuelvo.
Caras de desconfianza. Serían cuatro o cinco maestros, todos con sus guardapolvos blancos. Tomaban mate.
Le hice caso a Roque: me presenté como estudiante de maestría, hablé de trabajo práctico, nada de artículos ni diarios. Les conté que tenía ganas de conocer las escuelas, que consideraba muy diferente hacer algo desde Buenos Aires, que estar ahí, en Santiago, hablando con ellos, siendo testigo de sus experiencias.
Me invitaron a subir a la camioneta.
En el puesto de manejo, quien debía ser el chofer dormitaba. A su lado, una maestra cebaba mate.
—Yo soy directora de la escuela 691 —dijo ella mientras me acercaba un mate y luego una bolsa con pan—. Mi escuela queda a 37 km de acá. Es una de las que queda más lejos.
Se dio a conocer como María Rosa Moreno. Me tomé el mate y agarré un pan. Le pregunté cómo viajaba hasta la escuela y me dijo que en moto. Que la mayoría de los maestros dejaban su moto en Los Juríes y las usaban para llegar hasta las escuelas.
—Ella hace lo mismo —dijo y señaló a otra maestra que estaba sentada cerca de mí. Su nombre era Claudia Lescano. Tenía 39 años. Era una mujer robusta, de cara redonda y ojos brillantes como lágrimas. Me presentó a su hija de 14 años, que la acompañaba a diario desde Añatuya para ir a un secundario en Los Juríes. Me contó que a las seis de la mañana toma en Añatuya un transporte que la lleva hasta Los Juríes. Tras una hora de viaje, se baja en la estación de servicio, y allí, busca su ciclomotor y recorre 12 km por camino de tierra hasta la escuela nº 1113, “Solidaridad”.
—Nosotras somos tres en la escuela —dijo—. Apenas llegamos lo primero que se hace es la limpieza. Después preparamos y le servimos el desayuno a los 53 chicos de primaria y los 16 de jardín de infantes que vienen a la escuela. Los chicos ayudan: buscan agua del pozo y encienden la leña.
—En mi escuela también somos tres —interrumpió Rosa—. Y hacemos de todo: revocamos, pintamos, levantamos paredes. ¡Hasta el pozo del baño hicimos!
Las dos coincidieron en que se pierde mucho tiempo en esos menesteres en detrimento de su verdadera tarea: enseñar.
Al rato, se acercó Roque con buenas noticias. Sería él quien me llevaría hasta una de las escuelas.
Me subí a su motocross, me agarré de su campera y emprendimos el viaje. El sol sofocaba. Un tramo de ruta pavimentada, y luego a esquivar charcos y levantar polvareda. En el camino sólo se veían campos de soja, y algún que otro rancho.
A la media hora llegamos a la escuela. Roque me presentó a Enrique Gramajo, maestro de 1º, 2º y 3º, y director del establecimiento. Me prometió que me vendría a buscar un chico en su moto y me llevaría hasta la escuela de Claudia.
Cruzamos una tranquera. Lo primero que se veía era una cancha de fútbol con dos arcos hechos con maderas. Detrás la escuela: una rústica construcción en L. En el primer bloque estaban las dos únicas clases, y a un costado, la oficina del director. En el otro, la cocina, el comedor, y la habitación de Enrique. El es tucumano y me explicó que ante la imposibilidad de ir y volver a visitar a su familia, se quedaba a dormir en la escuela durante la semana.
Me hizo pasar a su oficina: un escritorio de madera, y de costado una biblioteca con papeles y libros de enseñanza primaria. Había dejado su clase para atenderme a mí. Me pude dar cuenta porque algunos chicos se asomaban detrás de la puerta. ¿Quién sería el visitante?, debían pensar.
—Acá por suerte tenemos una ordenanza que se ocupa del desayuno y el almuerzo. Nuestro mayor problema es la edificación. Mirá el piso, mirá el techo —y señaló con el dedo—. Está todo agrietado. Nos prometieron que van a construir una escuela nueva en el terreno de acá al lado. Así que lo estamos esperando.
Cruzamos unas palabras más, y me presentó a los chicos.
Serían unos 15 aproximadamente. Me miraban con curiosidad. Algunos se reían y se decían cosas en el oído.
—Ahora te voy a presentar a la maestra de los otros grados. Se llama Gladys Ledesma. Vino hace poquito. Está reemplazando a un amigo que murió hace unas semanas —dijo y bajó la mirada.
—¿Qué fue lo que le pasó? —me animé a preguntarle.
—Vino en bicicleta hasta la escuela. Hacía demasiado calor. Cuando llegó, cayó al piso muerto. Tuvo un paro cardíaco por la insolación. Eramos muy compinches…
Gladys me hizo pasar directamente al aula. Me presentó a sus alumnos de 4º, 5º, 6º y 7º. Me acercó una silla a su banco y nos pusimos a charlar.
Me habló de sus siete hijos, de lo duro que había sido divorciarse el año anterior, y de lo bien que le hacía dar clases y poder ayudar a esos chicos.
—Lo que hago es dividir el pizarrón en cuatro partes, para que ninguno se atrase. Pero más que la enseñanza priorizo llegar a los chicos, darles la contención que buscan —dijo mientras llenaba unos formularios.
Del otro colegio, el de Claudia, recordó especialmente a un alumno.
‘Se llama Rodrigo. Era el más complicado. Tiene muchos problemas en la casa y los llevaba al colegio. Era violento, y cuando yo me acercaba a hablarle se cerraba más. A decir verdad, a él le dediqué más tiempo. Le tuve mucha paciencia, y creo que al final de cuentas, valió la pena. Hace poco fui a visitarlos a la otra escuela, era un acto de fin de año. Llegué mientras se izaba la bandera. Se ve que él me vio, ahí a un costado parada, porque salió corriendo y vino a abrazarme’.
El motor de una moto interrumpió el silencio del campo y las aulas. Saludé a Enrique, a Gladys y a los chicos. Me atreví a decirles unas palabras. Me sentí estúpido, como alguien que llega de lejos sin saber ni conocer nada y encima da consejos. Pero no me importó. Les dije que estudien, que le den para adelante, que luchen. No se si lo podrán hacer, pero al menos se sonrieron.
El chico manejaba con mucha destreza. Tendría unos trece o catorce años. A los pocos minutos, frenó. Me señaló una casita de techo a dos aguas.
—Allá es la escuela. Pero no se si habrá clases. Parece que no hay nadie.
—Está bien. No hay problema. Yo me acerco hasta allá —le dije.
Crucé un alambrado y atravesé un campo. Frente a mí corrían lagartijas y volaban escarabajos. El sol estaba alto, infernal.
Cuando me acerqué más, pude identificar la escuela. Al costado, en un mástil, flameaba una bandera argentina. Salté otro alambrado y entré.

En la puerta estaba Claudia junto a dos chicos de guardapolvo blanco arrastrando unas botellas. Me saludó cariñosa y me invitó a pasar. Adentro me presentó a sus dos compañeras y me sirvió un vaso de gaseosa fría. Una de ellas estaba trapeando el suelo y se presentó entre risas como la ‘ama de casa’.
—Estamos limpiando el desastre que quedó del domingo —dijo Claudia mientras me entregaba el vaso—. El domingo fue la fiesta de fin de año, y mientras estábamos acá nos agarró el temporal. Nos tuvimos que quedar hasta las cuatro de la madrugada… y ayer no hubo clases por la inundación.
Los chicos me miraron con curiosidad y siguieron con su trabajo. El piso estaba cubierto de tierra.
Le pregunté por qué había tan pocos chicos —no eran más que tres o cuatro—.
—Es que vinimos en auto —dijo ella—, y no pudimos entrar a la escuela por el agua. Se ve que los chicos llegaron y no vieron a nadie. Tampoco la bandera izada y debieron pensar que no había clases hoy. Los que ves acá dando vueltas, ya se estaban volviendo a sus casas. Se ve que vieron la bandera izándose y se vinieron corriendo.
Era un hecho: los chicos disfrutaban de ir a la escuela. Me lo repetían unos y otros, pero también se les notaba en la cara. Por más que casi no sonrieran, todo lo hacían con ímpetu, con ganas. Desde levantar papeles del suelo, sacar las botellas al patio o buscar agua del pozo.
Cuando terminaron con la limpieza Claudia me invitó unos mates. Aprovechó para mostrarme un cuaderno que lleva ella desde el comienzo de la escuela. Anota un resumen de lo que pasó cada año, con fotos de los chicos y de la gente solidaria que les da una mano.
—La provincia sólo nos da la comida. El resto es ayuda de la gente, y donaciones.
Una mujer se asomó por la puerta. Era escuálida, con rasgos indígenas y llevaba un niño en sus brazos. Su nombre era Norma. Era la mamá de uno de los chicos que andaba por ahí ayudando.
—No sabe lo que nos pasó con la tormenta, Claudia. Se nos cayeron las paredes de la casa.
Pero Norma no se mostraba preocupada. Lo contó como algo normal, como algo que era previsible que pasara. Ofreció ayuda, pero le dijeron que no hacía falta, que hoy había muy pocos chicos. Claudia le entregó algunos alimentos y gaseosas que habían sobrado de la fiesta, y al rato se fue.
‘Como no tenemos ordenanza, Norma, generalmente viene a ayudar. A cambio le damos un poco de comida. Es que son muy pobres. Viven muy aislados y no están acostumbrados a pedir ayuda. De hecho, cuando hay un gran temporal, generalmente un grupo de nosotros nos acercamos a las familias para ver cómo están. Hace poco sucedió que una mujer embarazada quedó aislada por unos días. En ese tiempo dio a luz. El bebé nació muerto, y decidió enterrarlo atrás de la casa. Ella cayó en cama. La encontramos ahí tirada, con mucha fiebre. Pero lo terrible fue que encontramos al bebé hecho pedazos: lo había encontrado el perro. Lo peor fue que le hicieron una causa por infanticidio. Por suerte, pudimos demostrar lo contrario.’.
Claudia contó la historia con naturalidad, pero en cada palabra, en cada mirada se percibía su profundo dolor.
Así se fue la mañana. Nos subimos a la camioneta utilitaria de Leyla, la maestra de jardín, y volvimos a la ciudad. En el camino, Claudia me dijo que lo que más se sufría en el lugar era el hambre:
— Un día un nene se me acercó y me preguntó si a mí alguna vez me había dolido la panza por hambre. Le dije que no. ¿Sabés lo que me contestó? Es como que te estrangularan.
Les pedí que me dejaran en la municipalidad. Intentaría hablar con el intendente.

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