miércoles, 28 de octubre de 2009

Crónica de un enfermero - Segunda parte

La sala de enfermeros resulta un refugio para ellos. Las paredes pintadas de celeste y salpicadas con nubes y estrellas blancas, son obra de Eliana Mazuriyk, una de las enfermeras más jóvenes del grupo. Ángel la presenta como su “amiga y testigo de casamiento”. Circula un mate, bizcochos y cigarrillos.
A tres días de las elecciones, el panorama sigue siendo tan gris como lo fue hasta ahora. Los políticos pasan a hacer campaña, prometen, presupuestan millones, pero a simple vista el edificio se encuentra en ruinas, y lo que es peor, el personal carece de los elementos básicos para el cuidado de los pacientes.
Ambos coinciden en que el mayor problema de este momento radica en la falta de sábanas.
“Se necesitan dos colocadas, dos limpias, y dos en el lavadero”, cuenta Ángel, “pero en total habrá unas cuarenta o cincuenta”.
Las sábanas no llegan a dos por cama. Por esa razón es que los enfermeros les piden a los pacientes que contribuyan con la causa, y muchos de ellos, directamente las dejan en el hospital. Eliana dice que cuando tiene sábanas viejas en su casa las suelen llevar, y recuerda que hasta incluso una vez ellos se encargaron de confeccionar algunas.
Juan Carlos Quinteros, un enfermero de la edad de Ángel, recuerda a la mujer de un paciente que una vez se les acercó para reclamar sábanas. “¿No tiene una sábana? Porque mi marido está hace una semana con la misma y tiene mucho olor”.
El le respondió: “Mire señora, lamento decirle que acá si no está cagada o meada no se cambia”. Juan Carlos baja la mirada y explica que de vez en cuando se ve obligado a contestar eso, cuando en realidad deberían cambiarse las sábanas todos los días.
Pero más allá de la falta de insumos, los enfermeros también se acostumbran a trabajar con material de baja calidad. Un ejemplo son los pañales: al ser más finos que lo necesario, ellos se ven obligados a usar al menos dos o tres por paciente.
Ángel recuerda estar llegando al edificio el último fin de semana largo, y desde abajo oler a pis. “Que no sea mi sala, que no sea mi sala”, rogaba. “¡Y era mi sala nomás!”, dice, y sus compañeros se ríen. El problema no sólo habían sido los pañales, sino también que las bolsas colectoras de orina perdían.
Juan Carlos se suma al relato y cuenta que, minutos antes, cuando quiso cargar los tubos con la sangre que había sacado esa misma mañana, al no pasar la sangre apretó fuerte y la jeringa explotó. “Y eso hoy eso es peligrosísimo por el tema de la gripe”, dice. “El problema es que compran jeringas de 50 centavos en vez de comprar las que salen $ 2,5. Es lo mismo que en casa uno compre un televisor trucho sabiendo que se va a romper al mes”.

1 comentario:

Julie dijo...

Me imaginé ese cielo pintado a lo Magritte. Y es terrible ver el panorama del Rivadavia (el cual seguro es uno de los tantos hospitales que está así).