viernes, 25 de diciembre de 2009

Maestros rurales, soldados de una guerra perdida. Tarde del día 3. Fin del viaje.

Miércoles a la tarde

Volví a Añatuya en el micro de los maestros. Estaban todos: Gladys, María Rosa, Juan Pablo, Claudia.
De Roque me despedí por mensaje de texto. Me había invitado a visitar la escuela de oficios en la que trabajaba a la tarde, pero como mi ómnibus salía de Añatuya en unas horas, no pude aceptar.
Me senté junto a Claudia y charlamos durante todo el viaje. Me habló de Roque. De lo mucho que hacía por la educación en la zona. Solita me contó la misma versión que él me había relatado horas antes en la estación de servicio. “Estuvo muy deprimido durante un tiempo largo. El no te lo va a decir, pero te aseguro que fue así”, me dijo.
Me contó de su familia, de su marido que es chofer de una funebrera, de su otra hija, una chiquita de 2 años que padece un problema al corazón. Insistió en el amor por su trabajo. En todo lo que recibe de parte de los chicos. En que ver a diario a gente en esas condiciones de vida, le hace valorar las cosas simples de la vida. Y que eso no es una frase hecha, que es real.
Dijo que ella en la gente más humilde ve algo que no ve en los otros: ve solidaridad. Recordó una anécdota de su marido. Había muerto una anciana, en un pueblo al norte de Santiago. Allí fue a buscarla, y el hombre fue testigo de un ritual extraño, algo distinto, que no había visto antes. Es que en el pueblo la pobreza era tal que ni la familia ni los vecinos tenían plata para pagar un cajón. Pero sin embargo, eso no fue óbice para construir uno, así, de la nada. La gente del pueblo tomó una madera, y pedazo a pedazo se fue armando un cajón.
Claudia hizo énfasis en una imagen. La misma que me llevé en la cabeza mientras subía al micro de vuelta: el cajón terminado, la gente del pueblo a su alrededor, y el vestido blanco con el que arroparon a la mujer, asomando entre las maderas.

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